Exposición doble  Origins & Connections en Out of Africa Gallery

Exposición en Duo en Out of Africa Gallery «Origins & Connections» con Olivia Mae Pendergast y Méné, del 12 de agosto al 10 de septiembre 2023

Inauguración el 12 de agosto a las 20h. con concierto de violín y cóctel de cava.

Olivia Mae Pendergast

El halo de los héroes cotidianos
Felip Vivanco
Olivia Mae PendergastLa obra de Olivia Mae Perdergast es un jeroglífico fascinante y sensual que, paradójicamente, se lee con los ojos cerrados. Un laberinto, un cruce de culturas donde el único conflicto, lo único difícil, es dejar de admirar cada uno de sus cuadros donde se mezclan las voces, la sinfonía de Nairobi, los colores del mundo y un sinfín de referencias al mundo artístico del que proviene. Homenajes, canciones y guiños a artistas que quisieron romper normas para convertirse en un canon (Picasso); que escaparon de la civilización de manera obsesiva buscando el tuétano de la vida (Gauguin); o que hicieron de la esencia y el minimalismo la única manera de expresión (Modigliani). El primitivismo, los trazos ‘sencillos’ de las máscaras africanas dejaron una huella tan profunda en muchos de estos artistas que cambiaron la historia del arte contemporáneo. También el japonismo. Pendergast recorre el camino contrario, recorre, de hecho, las calles de Nairobi, para retratar a su manera, acompañada de sus maestros, el aura de las personas humildes, de los paseantes, de los chicos que vuelan a bordo de su monopatín.
La artista, lejos de emular la gran tradición de la pintura religiosa europea, abraza una espiritualidad diferente, demoledora y munsana: todos tenemos un aura especial, igual que tenemos una vida y nos toparemos con la muerte. Es un halo que no recuerda a las escenas de santos y mártires en, por ejemplo, Zurbarán o Vermeer, sino que canta a los héroes cotidianos. Esos a los que canta David Bowie: “We can be heroes, just for one day”. Los cuadros de Olivia son una canción, una melodía a la humanidad, a la dignidad de que cada persona puede ser un Jardín de las Hespérides, una galaxia repleta de lunas, estrellas y cometas, un universo botánico, lleno de flores e insectos.
Joseph Beuys proclamó que ‘cada persona es un artista’. Y Olivia Mae Pendergast sentencia que cada persona puede ser mágica a su manera, con esa aura, esa alma que visibiliza para el espectador, algo que se agradece. Esa alma que se alarga en las figuras siempre estilizadas, esos cuellos, esos dedos interminables, como si fuera a desaparecer, como si el Greco le hubiera dado clases o consejos o algún truco para sazonar su obra con esa espiritualidad.
La artista estadounidense no deja nada al azar, no da pincelada sin tino, se preocupa muy mucho de la mirada y de cada detalle, pero también del fondo, del entorno, del aire que respira el retratado, del color que encuadra la energía o la languidez de la mujer que posa orgullosa ante la foto, que luego será dibujo, y luego esbozo y luego pintura. Colores pastel, ligeramente picantes, de sabores un poco eléctricos. Tonalidades de fondo que son como especias brillantes: anís, mostaza, peladuras de naranja seca, jengibre fresco, menta y estragón. Esos fondos que cierran un círculo que empieza con la humildad de la artista, preguntando a vecinos y transeúntes si puede fotografiarles. Igual que hacía Basquiat, igual que actúa Kehinde Wiley, el pintor estadounidense que ha alcanzado el Everest de la pintura afroamericana con permiso de Winslow Homer, Kerry James Marshall o Kara Walker. La vida, el sortilegio que nos ofrece cada momento, la alegría, están en la calle. La alegría que lleva la gente pegada a la suela de sus chanclas o de sus zapatillas. La alegría de una sonrisa debajo de la gorra.
Sí, nos ratificamos en ello, la obra de Pendergast es un jeroglífico atrayente y delicado que se lee con los ojos cerrados. La duda reside en si tiene música o es silenciosa, aunque el silencio también sea una sonoridad particular. Tal vez, la solución a la pregunta sea un punto a medio camino entre la quietud y la orquesta, como el pianista que pone la banda sonora a una película muda. Las figuras, que de tanto mirarlas parecen familia, son silenciosas, pero invitan a partir, a recogerse, a leer, a sentarse y perderse en los detalles, en los rincones del lienzo que están acabados, pero no lo parecen, que están felizmente incompletos porque aún tienen una vida por delante.

 

Méné

Una constelación de sueños

Felip Vivanco

MeneHace unos meses, en una entrevista, la inimitable videoartista suiza Pipilotti Rist me confesó que “el surrealismo no morirá nunca”. Es difícil de prever, pero de momento no va desencaminada. A su manera, este movimiento artístico ha ido cambiando la piel a cada cierto tiempo y lleva más de un siglo reinventándose, redibujándose. Primero fueron, mayoritariamente, artistas masculinos (Dalí, Breton, Man Ray, Buñuel, Miró, Magritte, Delvaux) que a veces se inspiraban en musas femeninas. Cuando el movimiento pareció entrar en declive, un ejército más o menos descoordinado de mujeres en todo el mundo, inyectó una nueva vida al movimiento que estalló con nuevos colores, como un castillo de fuegos de artificio que queda suspendido en el aire y no se apaga. Entre los nombres destacados, pero relativamente poco conocidos, Toyen, Claude Cahun, Leonor Fini, Kay Sage, Jane Graverol o Kati Horna. Y entre los que más suenan, Louise Bourgeois, Frida Kahlo, Meret Oppenheim, Remedios Varó o Leonora Carrington.

¿Qué tiene todo esto que ver con el artista marfileño Ange Martial Méné (1977)? Tal vez nada, tal vez todo. Ante su obra, uno se pregunta ¿He visto esto antes? ¿En esta u otra vida? ¿Acaso el surrealismo sobrevive con vigor porque sus artistas son reencarnaciones de colegas de épocas pasadas? Sea como fuere, el creador recorre el camino que él ha decidido con su lenguaje, que recuerda a veces a Miró y también a las composiciones del grupo Dau al Set, pero con unos colores, unas constelaciones y unas ensoñaciones que le son propias, que hablan de su entorno, de lo despótica (por cruel, que no por bella) que puede ser la historia, la vida, la explotación del otro, la rapiña de lo que no es de uno, la polución atómica que persiste décadas después de que acabe la colonización.

La presencia de Méné en el panorama artístico africano que nos va llegando con alegría a estos lares (si es que no vamos a buscarlo directamente a la fuente) es significativo no sólo porque su estilo surrealista y a veces dramático, con telas que recuerdan a fragmentos del Guernica de Picasso, se escapa del muy cultivado género del retrato. Ese que cultivan con maestría y un impacto fascinante artistas como Oluwole Omofemi, Matthew Eguavoen, Daniel Onguene, Olivia Mae Pendergast o, a su manera, con esas letras escritas sobre los rostros, la maravillosa obra de Marion Boehm.
Méné, en cambio, dirige su mirada al paisaje que nos rodea y al de la mente, ese que aparece cuando cerramos los ojos, paisajes reales y figurados que están hechos de sueños, que se alimentan de sueños y que son un manantial de sueños. No sólo eso. Su obra conecta con las artes milenarias africanas (y por tanto universales), con el hilo y la aguja de coser, la cestería, las máscaras y con el presente más rabioso. Ese que nos habla de la mutilación de nuestro planeta, de la extracción de la sabia que alimenta a la tierra, de la sobreexplotación, de la desecación… Y de la lucha y la denuncia que supone revertir esos procesos.
El año pasado, en su Dakar natal, Méné presentó el la OH Gallery la exposición ‘Sankofa, regresar a las fuentes’, una declaración de intenciones de conservar nuestro mundo y embellecerlo teniendo en cuenta los poderes invisibles del respeto a la naturaleza, la tradición, la maestría de los artesanos, la tecnología que tan importante fue en otros tiempos y hoy lucha por no ser arrinconada por la otra tecnología, la del capricho del algoritmo. En Sankofa, las profundidades oníricas de Méné hacen brotar un bosque en medio de las salas. El arte como salvación de la naturaleza y los bosques como refugio de la pintura.
Hay algo de iniciático, de fe en lo salvaje, de arte rupestre en la obra del artista senegalés, donde no hay ni perspectiva ni fuga, lo que da libertad al espectador a explorar cada centímetro de tela con la misma atención. Y eso es importante, porque en esa libertad se asienta el surrealismo y en su religiosidad en la que no hay mandamientos, pero sí palpitaciones que invitan a levitar. “El arte rupestre es una fuente inicial de inspiración –nos comenta el artista- y de estudio, no lo imito, pero me interesa ese proceso de cazar, de ver a la bestia una vez abatida y, por tanto, de descubrir su forma, hay algo de ensoñación, de adoración y de terapia en esa forma de pintura ancestral. Me gusta”.